La Caja de Pandora
Al principio de los tiempos, un titán llamado Prometeo
entregó a los hombres el regalo del fuego. El dios Zeus estaba furioso con el
titán por no haber pedido su permiso primero y con los humanos por aceptar el
regalo, por lo que ideó un plan para castigar a todos.
Le ordenó a Hefesto que creara una mujer hermosa a quien
llamó Pandora. Afrodita le imprimió el don de la belleza, Hermes le dio
astucia, Atenea le enseñó diversas artes y Hera le hizo el regalo que cambiaría
la historia de los hombres por siempre: la curiosidad. Luego, Zeus ordenó a
Hermes llevar a la hermosa mujer a la Tierra.
Antes de emprender su camino a la Tierra, Zeus obsequió a
Pandora una caja de oro con incrustaciones de piedras preciosas atada con
cuerdas doradas y le advirtió que bajo ninguna circunstancia debía abrirla.
Hermes guio a Pandora desde el Monte Olimpo y se la presentó
al hermano de Prometeo, Epimeteo. Los dos se casaron y vivieron felices, pero
Pandora no podía olvidar la caja prohibida. Todo el día pensaba en lo que podía
haber adentro. Anhelaba abrir la caja, pero siempre volvía a atar los cordones
dorados y devolvía la caja a su estante.
Sin embargo, la curiosidad de Pandora se apoderó de ella;
tomó la caja y tiró de los cordones desatando los nudos. Para su sorpresa,
cuando levantó la pesada tapa, un enjambre de adversidades estalló desde la
caja: la enfermedad, la envidia, la vanidad, el engaño y otros males volaron
fuera de la caja en forma de polillas. Pero entre todos ellos, voló una hermosa
libélula trazando estelas de color ante los ojos sorprendidos de Pandora.
A pesar de que Pandora había liberado el dolor y sufrimiento
en el mundo, también había permitido que la esperanza los siguiera.
Y es la esperanza lo que permite a la humanidad seguir adelante
a pesar de las adversidades.
El codicioso rey Midas
Midas era un rey muy rico y poderoso que gobernaba Macedonia. Eran muchas
sus riquezas y enrome su fortuna. Tenía una hermosa y cariñosa hija que compartía su vida y le alegraba cada día llamada Zoe.
Disfrutaba de la buena vida, le encantaba la música, las fiestas y pasarlo bien. Tenía todo lo que un hombre podía desear, vivía en un hermoso castillo, alrededor del cual mandó plantar un hermoso jardín de rosas, poseía innumerables objetos de lujo, etc.
Midas pensaba que su mayor felicidad venía de todo su oro. Cada mañana lo primero que hacía era contar sus monedas de oro y las lanzaba hacia arriba para que le cayeran encima, como una lluvia de monedas de oro. Algunas veces se cubría de objetos de oro como bañándose en ellos.
Dionisio, el dios de la celebración pasó por Macedonia en su camino a la India. En su viaje uno de sus acompañantes Sileno, se extravió por el camino. Sileno cansado de tanto festejo encontró un hermoso jardín de rosas y allí decidió descansar. Era el jardín de rosas del rey Midas y allí lo encontró éste. Midas reconoció a Sileno y le invitó a pasar unos días en su palacio. Sileno era una compañía entretenida que contaba interesantes anécdotas de su viaje con Dionisio. Así el rey Midas disfrutó de una agradable compañía. Después de varios días y sin castigarle por aplastar sus rosas lo llevo sano y salvo con Dionisio.
Dionisio estaba muy agradecido, y le dijo al rey:
– En agradecimiento por cuidar de Sileno y no castigarle te regalaré lo que quieras. Pídeme lo que quieras y te lo concederé.
Midas respondió:
– Deseo que todo lo que toque se convierta en oro.
Dionisio, algo preocupado trató de advertirle:
– ¿Seguro que es eso lo que deseas?
Y Midas afirmo alegando que solo el oro le hacía feliz. Así fue como Dionisio concedió su deseo al rey Midas.
Midas se despertó rápidamente para comprobar el deseo de Dionisio. Tocó la mesita y la transformó en oro, tocó una silla, la alfombra, las puertas, hasta la bañera,…estaba como loco tocando objetos y transformándolos en oro. Al principio se divirtió muchísimo haciendo de oro, rosas, pájaros y todo lo que veía.
Se sentó a desayunar y quiso oler la fragancia de una rosa, pero al tocarla esta se convertía en metal y no desprendía ningún aroma. Intentó comer una uva, pero al tocarla se transformó en oro, lo mismo le ocurrió con el pan, el vino y el agua. Empezó a darse cuenta de las advertencias de Dionisio, intentó acariciar a su gatita y ésta se transformó en oro. El rey Midas comenzó a lamentarse, al escuchar los sollozos, su hija Zoe acudió a consolarle, el rey intentó detenerla pero ésta le había tocado y quedo transformada en una estatua de oro.
Llorando le pidió ayuda a Dionisio:
– No quiero el oro. Ya tenía todo lo que quería, pero no me había dado cuenta. Quiero abrazar a mi hija, escuchar su risa. Quiero oler las rosas y comer. Por favor quítame esta maldición.
El dios Dionisio le respondió:
– Puedes deshacer la maldición y devolverle la vida a las estatuas, pero te costará todo el oro de tu reino. Busca la fuente del río Pactulo y lávate las manos allí.
Midas se lavó las manos en el río, al instante su hija volvió a ser persona y todo lo que había transformado en oro recuperó su esencia natural.
Teseo y el Minotauro
Hace ya mucho tiempo, los distintos pueblos de Grecia tenían
por costumbre convocar a los jóvenes, de vez en cuando, para participar en
competiciones deportivas: carreras, lanzamientos de disco, lucha libre, etc. La
más célebre de estas competiciones deportivas se llevaba a cabo en Olimpia,
cada cuatro años, siendo esta celebración el antecedente de los actuales Juegos
Olímpicos. El vencedor era homenajeado y respetado por todos, no sólo porque
era el más fuerte, sino también porque estos juegos se celebraban en honor de
los dioses. En una ocasión, el campeón de Atenas se enfrentó, cuerpo a
cuerpo, con el hijo de Minos, rey de la isla de Creta. El campeón perdió y los
atenienses, humillados, dieron muerte al vencedor. El rey de Creta no les
perdonó nunca semejante crimen. Declaró la guerra a Atenas, se apoderó de la
ciudad y, en represalia, ordenó que anualmente, durante treinta años, catorce
jóvenes atenienses de ambos sexos fueran llevados a Creta para que el Minotauro
los devorara. El Minotauro era un monstruo, mitad hombre y mitad toro, que
se alimentaba de carne humana. Vivía en Creta, encerrado en su laberinto. Los
corredores de su palacio eran tan enredados y los aposentos tan numerosos que
nadie podía encontrar la salida. Quien en él penetraba no tenía ninguna
posibilidad de escapar de las fauces del monstruo. Los atenienses estaban
consternados por la idea de entregar a sus hijos a una muerte tan horrible.
Pero, ¿qué hacer? ¿Habría entre ellos alguien lo suficientemente valeroso como
para enfrentarse a ese monstruo y derrotarlo? Pero, aunque consiguiera matarlo,
ni él ni los jóvenes podrían salir nunca del laberinto y perecerían de hambre y
sed. En medio de esta desesperación general, llegó Teseo.
Teseo era hijo de Egeo, rey de Atenas, pero había pasado
toda su infancia con su madre, en una ciudad al sur de Grecia. Era muy fuerte y
hábil en la lucha y aprovechó su viaje a Atenas para limpiar la ciudad de
bandidos, a cual más perverso. Uno de esos bandidos obligaba a sus prisioneros
a arrodillarse ante él para que le lavaran los pies y, luego, de una patada los
arrojaba desde lo alto de una montaña.
La ciudad, agradecida, lo acogió con gran alegría y su padre
le dijo:
—Gracias a ti, los viajeros que llegan a Atenas ya nada han
de temer. Eres digno de sucederme, a mi muerte. Acabamos de sortear qué jóvenes
deberán ser entregados al Minotauro y nos disponíamos a conducirlos al barco
que los llevará a Creta.
Teseo, al oír los lamentos de las madres, a las que les
arrebataban a sus hijos, se apiadó de ellas y decidió acompañar la expedición
para enfrentarse al Minotauro.
—¡Ay, hijo mío, no saldrás vivo de semejante combate!
—exclamó su padre—. No debes poner a prueba tu suerte. Si no formas parte de
las víctimas, ¿por qué tienes que sacrificarte voluntariamente?
—Padre, confía en mí —respondió Teseo—. Regresaré sano y
salvo y para que seas el primero en tener noticias de mi victoria, antes de
abandonar Creta, reemplazaré la vela negra de nuestra nave por una vela blanca,
así sabrás que nada me ha sucedido.
Cuando Teseo y los jóvenes atenienses, destinados al
Minotauro, desembarcaron en Creta, sus habitantes se agruparon para verlos
pasar. Entre los curiosos estaba Ariadna, la hija de Minos cuyo corazón fue
conquistado, al instante, por Teseo. Al averiguar que era el hijo del rey de
Atenas y que se había entregado voluntariamente, y admirada por su valor, quiso
prestarle ayuda. Aunque fuera fuerte y valeroso, Teseo, por sí mismo, nunca
conseguiría salir del laberinto. Así que Ariadna le dio un ovillo de hilo y le
dijo:
—Yo aguantaré un extremo del hilo y tú el otro, irás
devanando el ovino a medida que avances por los corredores del laberinto. ¡No
se te ocurra soltar el hilo! Para encontrar la salida no tendrás más que
enrollar, de nuevo, el hilo.
Teseo siguió, al pie de la letra, las instrucciones de la
princesa, dirigiéndose al encuentro del Minotauro, seguido por el cortejo de
las jóvenes víctimas. Ariadna sostenía el hilo, que vibraba cada vez que Teseo
hacia un movimiento, pero, de repente, oyó los horribles mugidos del monstruo.
El hilo, sostenido por la mano de Ariadna, se movía a gran velocidad, al cabo
de un momento se quedó quieto. Los gritos del Minotauro cesaron ¿Qué
significaba ese silencio? ¿Qué ocurría? La angustia oprimió el corazón de
Ariadna. El hilo volvió a moverse, la joven volvió a oír gritos… ¡eran gritos
de alegría, el Minotauro había muerto! Los atenienses pudieron salir del
laberinto gracias al ovillo de hilo y Teseo se precipitó en los brazos de
Ariadna. Después, como todos querían regresar cuanto antes a Atenas, embarcaron
en la nave y Ariadna partió con ellos, para casarse con Teseo.
Durante la travesía, una violenta tempestad sacudió los
mares e hizo que Ariadna se marease. Se detuvieron en la isla de Naxos para que
la joven pudiera descansar. Ella, totalmente agotada, se durmió enseguida. El
temporal amainó y los marinos se mostraron impacientes por irse de allí.
Entonces, Teseo dio la orden de embarcar, abandonando a la joven durmiente en
tierra. Cuando ésta despertó, fue corriendo a la playa, gritó y se lamentó, en
vano: sólo las gaviotas, con sus gritos, le respondieron. ¡El ingrato Teseo la
había abandonado! Pero, los dioses velaban por ella. Dionisios, que pasaba
cerca de la isla, oyó los lamentos de Ariadna. El dios del vino se apresuró a
socorrerla. La consoló de tal manera que la joven olvidó su pena y Dionisios la
encontró tan sumamente encantadora, en su desgracia, que le pidió que se casase
con él. Así, Ariadna abandonada por un héroe, acabó casándose con un dios.
Teseo, orgulloso de haber vencido al Minotauro, había olvidado la promesa hecha
a su padre de cambiar las velas. La nave estaba acercándose a Atenas y la vela
negra ondeaba aún en el mástil, en lugar de la vela blanca, como debía. El rey
Egeo, desde lo alto de la Acrópolis, la ciudadela de Atenas, aguardaba
impaciente el regreso de su hijo. Como vio la vela negra, creyó que el
Minotauro había devorado a Teseo; entonces, desesperado se arrojó al mar, desde
lo alto de una roca. Y a causa de este desgraciado incidente, ese mar lleva
desde entonces el nombre del rey.
Teseo fue aclamado por los atenienses, pero se sentía
responsable de la muerte de su padre y no quiso convertirse en rey. Prefirió
instaurar la república: desde entonces, los ciudadanos, reunidos libremente en
asamblea, gobernaron ellos mismos la ciudad. Teseo, no obstante, fue nombrado
jefe supremo del ejército y aún vivió importantes y numerosas aventuras.
Tras su muerte, los atenienses le levantaron un precioso
mausoleo, para que todos los oprimidos, pobres y esclavos, encontraran allí
consuelo, en recuerdo de aquél que durante toda su vida combatió para proteger
a los seres indefensos.
Que buena info gracias
ResponderBorrarlindo e informativo
ResponderBorrarMe agrada mucho la mitología, buena y cierta información.
ResponderBorrarmuy bien estructurado!
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